Más de una vez usted se habrá encontrado con clientes contentos, alegres o equilibrados, y también con personas irritadas, ansiosas, malhumoradas o deprimidas.
El clásico “loco”, que (¡encima!) suele ser el que más peso tiene en las decisiones, es probable que también figure en su agenda.
¿Qué hacer? Mejor dicho: ¡qué hacer! Aunque está claro que podemos identificar una emoción por medio del canal verbal (cuando nuestro interlocutor la expresa con palabras), la mayoría de las veces debemos buscar pistas para detectarla.
Precisamente, una de las principales características de las emociones es que son percepciones subjetivas. Si quien las experimenta suele decir, por ejemplo: «no sé qué me pasa, pero no estoy bien», imagine la situación de un vendedor que debe “descifrar” lo que está sintiendo su cliente.
Con seguridad, sabe que “algo” le pasa… pero ¡qué es! Hallar la respuesta no es sencillo, por eso debemos entrenarnos para comprender y actuar en consecuencia. Fíjese qué interesante es esta reflexión de Gardner:
«La inteligencia interpersonal se construye a partir de una capacidad nuclear para identificar lo que sienten los demás, en particular, contrastes en sus estados de ánimo, temperamentos, motivaciones e intenciones. En formas más avanzadas, esta inteligencia permite a un adulto hábil leer las intenciones y deseos del otro, aunque se hayan ocultado».
A nivel personal, esto es, si nos ponemos en la piel del vendedor, de todos los sucesos que lo esperan cada vez que comienza un nuevo día el modo en que logre establecer una relación con los demás es el menos predecible, justamente por eso debe prepararse.
Por ejemplo, cada vez que decimos que la alegría es contagiosa y que, a la inversa, cuando nos encontramos con una persona que tiene mal humor debemos poner una muralla invisible para que no nos afecte, lo que estamos haciendo es reconocer el enorme poder que tienen sobre nosotros las emociones ajenas.
Dado que con las propias ocurre lo mismo, un vendedor entrenado debe saber autoliderar sus emociones y, paralelamente, contar con un conjunto de recursos para identificar las de sus clientes y actuar en consecuencia.
Por ejemplo, si bien todas las emociones tienen un sustrato biológico, no podemos obviar su carácter espiritual y moral. De hecho, sería muy difícil concebir actos guiados por la bondad, la generosidad o el amor al prójimo si estuviéramos desprovistos de emociones.
Cuando los centros cerebrales relacionados con las emociones están dañados, las personas lesionadas se convierten en algo parecido a un autómata. Además de no poder sentir, tienen grandes dificultades para tomar decisiones.
Rodolfo Llinás, un científico que dedicó gran parte de su vida a entender la relación entre la actividad del cerebro y la conciencia, sostiene que las emociones son estados funcionales del cerebro porque allí se genera nuestro «yo».
Esto puede resultar complicado, tal vez extraño para algunos vendedores, sobre todo para aquellos que profesan una religión, sin embargo, es así.
La neurociencia ha demostrado varias veces que las emociones son estados de la mente que articulan aspectos neurocognitivos (como lo que estamos pensando o aprendiendo en un determinado momento) con sensaciones físicas.
Al mismo tiempo, actúan como filtros en la percepción y tienen un rol importantísimo en la fijación la memoria. Más aún: sin emociones no podríamos ni siquiera sobrevivir.
Por ejemplo, si usted está dialogando con un cliente y de repente comienzan a moverse las lámparas, el cerebro de ambos no tendrá tiempo para pensar “¿hacia dónde corro?” Será la zona emocional comandada por la amígdala la que desencadenará la reacción que les hará buscar resguardo ante un posible terremoto.
En cambio, cuando el riesgo es moderado, por ejemplo, su cliente piensa que si se equivoca en una compra institucional puede tener problemas serios dentro de la organización para la que trabaja, se ocupa la neocorteza de mantener el control: recibe información sensorial a través del tálamo, analiza la situación, decide un plan de acción ordena una respuesta determinada.
Aunque, a priori, esto se parezca a una actitud “racional”, la verdad es que no lo es.
La neurociencia ha demostrado que más del 95% de las decisiones que tomamos los seres humanos se originan en motivaciones no conscientes y que, en la mayoría de los casos, están guiadas por emociones.
Por ejemplo, mi hijo Pablo recibe cada tanto un catálogo bien ilustrado de un proveedor de equipos de audio. Lo lee detenidamente e incluso dialogamos sobre el avance de la tecnología incorporada en estos aparatos (que a él le fascina).
Sin embargo, luego los compra en el negocio de un competidor. ¿Por qué sucede esto?
Haciendo memoria, recordé una experiencia negativa que Pablo tuvo con ese proveedor hace muchísimos años, cuando equipó su primer departamento. Estoy prácticamente convencido de que no la recuerda, ni siquiera la registra cuando le llegan ofertas, sin embargo, por “algo” no compra allí.
Ese “algo” seguramente tiene que ver con emociones que, sin que las registremos conscientemente, determinan el mayor o menor bienestar que sentimos al estar en determinados lugares,y también el rechazo o la aceptación de un producto, un punto de ventas, un vendedor.
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